Hay momentos en la vida en que lo que seremos se separa diametralmente de lo que pudimos haber sido. Como si nos desdoblásemos en dos yos, y avanzásemos espalda contra espalda, uno hacia el sol que nace, y otro hacia el sol que muere.
Esto mismo debió pasarle a un joven austriaco entre los años 1907 y 1908.
Quizá hoy sus frescos colgarían de un museo cualquiera, pero la Historia le tenía reservada plaza en una escuela que no era la de Bellas Artes de Viena.
Andaba presuroso por las calles, y llegó sudando ante el tribunal que iba a juzgar sus dotes artísticas.
"Ineptitud para la pintura", pero le recomendaron dedicarse a la arquitectura.
Y eso hizo.
Edificó la mayor masacre de la historia reciente de Europa, levantó su nombre entre cadáveres que no podían gritar y firmó con rojo cadmio sobre cada puerta, para que la muerte visitase las vidas que guardaban.
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