Dice la leyenda que Viracocha, dios de los Incas y hacedor de todas las cosas, imaginó al principio de los tiempos dos poderosas fuerzas y creó el Sol y la Luna, para guiar los caminos de los hombres.
El Sol, que iluminaba los días, se enamoró de la Luna y ésta, loca de tristeza por no poder ver refulgir a su amado, perdió fuerza y brillo, y apenas si acertaba a desprender una luz tenue en las noches. Entonces, Viracocha creó las estrellas, para que la Luna no estuviese tan sola.
Y dice la leyenda que, con cada eclipse, Viracocha quiso darnos una lección. Los dioses, esos seres que disfrutan comiendo postre en la eternidad y comentando nuestras andanzas acá en la Tierra, nos enseñaron que para poder amar, aunque sea un ratito, hay que aprender antes a ser uno, a no restarse para poder sumarse.
Y es así como la Luna y el Sol entendieron que sólo cada cierto tiempo podrían amarse arriba, en el cielo, entre un coro de estrellas. Y que mientras tanto tendrían que aprender a caminar solos en la oscuridad infinita del paso del tiempo, esperando ilusionados ese momento mágico en que uno y uno hacen dos.
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